Competencia: Construye interpretaciones históricas.
Tema: Francia a la muerte de Luis XV
En 1774, a la muerte de Luis XV, Francia dejaba tras de sí medio siglo de casi ininterrumpido ocaso como gran potencia mundial, pero esta circunstancia no había comprometido su creciente prosperidad. La guerra de los Siete Años hizo perder a Francia el Canadá y la Luisiana, pero le dejó sus posesiones de las Antillas, que le permitieron continuar siendo la mayor productora de azúcar del mundo. Por otra parte, la vitalidad económica facilitó la absorción de las consecuencias financieras de una política exterior y militar particularmente onerosa. La estabilidad del régimen, en su conjunto, no había estado en peligro. No habían faltado, en París y en provincias, huelgas y levantamientos, controlados por los poderes públicos sin grandes dificultades. Huelgas y revueltas tenían motivaciones económicas coyunturales, que consistían casi siempre en el aumento del precio del pan, que era la partida más importante del presupuesto doméstico del obrero y del campesino, suponiendo generalmente la mitad del salario. Si el precio del pan aumentaba, sobrevenía el hambre. Bastaba que volviera a bajar para que se restablecía la calma, sobrevenía el hambre. Bastaba que volviera a bajar para que se restableciera la calma. Incluso finalizó rápidamente la guerra de la harina, que estalló en 1774, y que constituyó el levantamiento más violento y desesperado de los registrados en la últimos cincuenta años.
Manifiesto propagandístico de los revolucionarios franceses. Las palabras escritas en el centro sintetizan las conquistas sociales y políticas. París, Musée Carnavalet. |
La solidez del régimen legado por Luis XV a su sucesor se debía, sin
embargo, más a la ausencia de una verdadera oposición que a su vitalidad
intrínseca. El régimen, entendido como gestión del Estado y de la sociedad,
hacía tiempo que estaba desgastado y divorciado de la realidad del país, regido
todavía por el modelo feudal de un reino articulado en dos “Estados” o clases
privilegiadas – clero y nobleza – y un tercer “Estado” sin privilegios.
Los dos primeros constituían, en conjunto, una facción mínima del país,
apenas el dos por ciento, o sea, alrededor de medio millón de personas entre
veintiséis millones de habitantes. El tercer Estado lo componía casi toda
Francia. La monarquía absoluta había sustraído al clero y a la nobleza el poder
público y, en parte, el judicial. Pero no pasó de ahí.
ALTO CLERO Y NOBLEZ DE ESPADA Y DE TOGA
Los dos estratos privilegiados continuaron gozando del derecho a la
exención de tributos fiscales y a la recaudación de los cánones feudales cuyo
legítimo fundamento pudieran certificar. Solo la asamblea de los representantes
del clero votaba “voluntariamente” cada cinco años una “donación gratuita” al
Estado. El clero figuraba en primer lugar entre los estamentos del reino. El
alto clero, reclutado casi por enero entre los nobles, disponía de grandes
riquezas: el patrimonio inmobiliario de las ciudades y bienes raíces en
provincias, hasta el punto de cubrir casi el diez por ciento de la superficie
de Francia. Pero se trataba de una riqueza improductiva, que se acumulaba y
consumía estérilmente. El bajo clero, en cambio, vivía peor aún que los nobles
provincianos empobrecidos y, aunque pertenecía al mismo grupo, tenía muy poco en
común con los grandes eclesiásticos, incluso por extracción social, pues
procedían casi por entero de las clases inferiores del tercer Estado.
En conjunto, los nobles se habían empobrecido. No podía ser de otra forma
en quienes sustentaban la convicción de que era “tanto más noble cuanto más
inútil”. La nobleza cortesana dependía ya casi por entero de los patrimonios,
cargos y liberalidades concedidos por benevolencia regia. Los demás miembros de
la nobleza – la mayor parte sobrevivían confiando en los cada vez menos productivos
cánones feudales, o bien ingresando en el ejército o en la diplomacia, carreras
reservadas exclusivamente para ellos. Se había formado además una nobleza de
origen más reciente, integrada por burgueses ennoblecidos por el soberano en reconocimiento
de los servicios prestados a la monarquía absoluta: los llamados nobles de toga
burócratas y magistrados, que aseguraban el funcionamiento de la administración
y de la justicia. No eran, pues, inútiles como los demás, pero disfrutaban
también de una condición privilegiada: sus cargos eran vitalicios y
hereditarios, lo que les diferenciaba del resto del país.
EL tercer estado
En los últimos cien años el tercer Estado había crecido enormemente en
número e importancia. El aumento de la población operado en aquel periodo, de
diecinueve millones a cerca de veintiséis, era consecuencia del mayor bienestar
que reportaba al país su propia laboriosidad y su espíritu de iniciativa. Su composición
social era enormemente variada. El tercer Estado no se identificaba sólo con la
burguesía, que constituía poco más de ocho por ciento de los franceses, en el
ámbito mismo de la clase burguesa las diferencias eran muy acusadas: se pasaba
de los banqueros, empresarios y recaudadores de impuestos a los médicos,
abogados, profesores, comerciantes y artesanos. Pero tercer Estado eran también
los obreros de las ciudades, así como los propietarios de tierras en
provincias, ricos, pobres y muy pobres. Al mismo Estado pertenecía la gran masa
campesina sin tierra, que representaba más del ochenta por ciento de la población
de Francia.
El tercer Estado dirigía todas las actividades productivas del país, el
comercio interior y el exterior. La mayor parte del capital inmobiliario se
hallaba en sus manos. Sus representantes más avanzados, surgidos del campo de
la burguesía, eran, naturalmente, los más dinámicos, y actuaban como fuerza
impulsora frente a las otras clases menos activas, dotadas y preparadas, sin
conseguir nunca solidarizar todos sus intereses comunes. Solo les unía su
aversión general hacia los nobles privilegiados y parásitos. Entre los
burgueses y los propietarios no nobles, dicha aversión se nutría de motivos
ideológicos y de intolerancias políticas y sociales, mientras que entre los
demás no superaba el nivel del resentimiento pasivo o de la violenta venganza
personal.
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