Thursday, April 28, 2022

Ciencias Sociales 4 - Sem 3

Competencia: Construye interpretaciones históricas.

Tema: La España de Carlos III

Fuente: Historia Universal de Planeta DeAgostini

Tras el reformismo incipiente del reinado de Felipe V, el primer político de altura al que cabe situar en esta corriente es el marqués de la Ensenada. La alianza natural entre las minorías ilustradas y la Corona sufre, sin embargo, una interrupción en los años finales de Fernando VI (1746 – 1759), al ser desterrado Ensenada en 1754, a la vez que triunfa, ante la guerra de los Siete Años, la política de neutralidad.

Marqués de Ensenada: (1702- 1781), fue un estadista y político ilustrado español. Fue consejero de Estado durante tres reinados, los de Felipe V, Fernando VI y Carlos III.

 

La figura intelectual más destacada de este período inicial es la del benedictino Feijoo, quien a través de su Teatro crítico realiza una obra de alta vulgarización y combate incansablemente la pereza mental y la superstición. Una disposición de 1750 declara su labor “del real agrado” y manda callar a sus numerosos contradictores; puede hablarse, a partir de este momento de un “feijonismo oficial”, como uno de los primeros triunfos de la nueva orientación.

Benito Feijoo (1676- 1764) fue un religioso benedictino, ensayista y polígrafo español. Considerado una la figura más destacada de la primera Ilustración española. Es autor del discurso "Defensa de mujeres" (1726) considerado el primer tratado del feminismo español.

 

El acceso de Carlos III (1759 -1788) al trono de España, supone la continuación de la política de Ensenada: la Ilustración pasa a ser oficial y gubernamental, tendencia que triunfa definitivamente al ser expulsados, el año 1767, los jesuitas. El motín de Esquilache, un año antes, no es sino un episodio de la reacción castiza, popular, ante las medidas innovadoras. El rey prescindió de este ministro que se había traído de Nápoles, y otros hombres llevaron adelante las reformas: el conde de Aranda, en cuyo equipo hubo, excepcionalmente una serie de aristócratas; Floridablanca, el más flexible de los grandes ilustrados; y Campomanes, el máximo regalista y quizá la figura más significativa de este momento. Desde 1775 hasta el final de reinado, la Ilustración, sin dejar de ser oficial, se convierte en un movimiento más general, tal como testimonia la fundación en cadena de las Sociedades de Amigos del País, que tratan de popularizar y hacer efectivas las más variadas mejoras en todos los campos.


El motín de Esquilache fue la revuelta que tuvo lugar en Madrid en marzo de 1766, siendo rey Carlos III.

La movilización popular fue masiva, y llegó a considerarse amenazada la seguridad del propio rey. No obstante, a pesar de su espectacularidad y extensión o coincidencia de revueltas por causas semejantes en otros lugares de España, la más evidente consecuencia política del motín se limitó a un cambio de gobierno que incluía el destierro del marqués de Esquilache, el principal ministro del rey,​ al que los amotinados culpaban de la carestía del pan, y que se había hecho extraordinariamente impopular como consecuencia de la prohibición de algunas vestimentas tradicionales.​ Su condición de italiano contribuyó de forma importante a ese rechazo. Las iniciales medidas de apaciguamiento y el especial cuidado que a partir de entonces se puso en el abasto de Madrid fueron suficientes para garantizar el orden social en los años siguientes.

 

No hay que exagerar, con todo, el arraigo de la reforma, cuyo nervio fundamental siguió siendo la Corona y los burócratas que a su servicio trataron de modernizar el país. Quizá como en ninguna otra época se produce ahora un “contraste entre un Estado joven y una organización social vieja e inerte” (Domínguez Ortiz). Pese a la disminución numérica, a lo largo del siglo, de los estamentos superiores – nobleza y clerecía – y del aumento de la población urbana, la burguesía sigue siendo débil, dada su distribución puntiforme y la disparidad de sus intereses. La aristocracia terrateniente va dejando de ser la clase especialmente destinada a la dirección del país, pero no es de las filas de la burguesía, sino de otros sectores inferior de la propia aristocracia de donde salen los que van a reemplazarles como instrumento ejecutivo de la Corona. A los factores generales de la época se suma en España, por lo que hace a esa minoría ilustrada, un acicate más: la apreciación inteligente de la decadencia nacional. Su actitud crítica y su anhelo de cambio no puede, al menos hasta los años finales del reinado de Carlos III, sino apoyarse en el absolutismo monárquico; de ahí que vieran “el despotismo ilustrado como medio de reforma social, cultural y eclesiástica” (Mestre).

El despotismo ilustrado es un concepto político que surge en la Europa de la segunda mitad del siglo XVIII. Se enmarca dentro de las monarquías absolutas y pertenece a los sistemas de gobierno del Antiguo Régimen europeo, pero incluyendo las ideas filosóficas de la Ilustración, según las cuales, las decisiones humanas son guiadas por la razón.

El aumento de la población – que pasas de 7 a 12 millones en el trascurso del siglo – y el alza de precios son las dos características más señaladas, comunes por otra parte de toda el área atlántica, de la situación del país. La influencia de las doctrinas fisiocráticas llevó al fomento de la agricultura, con la consiguiente limitación de los privilegios ganaderos. El alza de los precios agrícolas favoreció la roturación de nuevas tierras, pero ni la extensión de los cultivos ni la intervención legislativa cambiaron apenas el panorama agrario español.

La fisiocracia o fisiocratismo era una escuela de pensamiento económico del siglo XVIII fundada por el economista François Quesnay en Francia. Afirmaba la existencia de una ley natural por la cual el buen funcionamiento del sistema económico estaría asegurado sin la intervención del Estado. Su doctrina queda resumida en la expresión laissez faire.

 

Los cambios más importantes se producen en el sector comercial, con el “espectacular ascenso de la actividad mercantil de la burguesía periférica” en la segunda mitad del siglo, así como una industrialización inicial centrada casi exclusivamente en Cataluña (tejidos de algodón, papel). Si a ello se suma la industria de la seda en Valencia y buena parte del Levante, la siderurgia concentrada en la costa Norte y los astilleros, cabe hablar de una transferencia del centro de gravedad económico desde el interior hacia la periferia. La política económica estatal se decantó en un principio hacia el proteccionismo, recelo tardío del colbertismo de otros países europeos en la centuria anterior. La creación de manufacturas piloto por cuenta del Estado se orientó casi en exclusiva hacia productos muy refinados (cristal, porcelanas, t ápices, sedas, tabaco), instalándose la mayoría de esas fábricas reales en Castilla. Hacia mediados del siglo, y por influencia fisiócrata, prevaleció la tendencia a la liberalización y al estímulo de la iniciativa privada, a la vez que se restringía el poder de los gremios. Las medidas de mayor trascendencia fueron las relativas al comercio americano. El sistema de las flotas anuales fue abandonándose progresivamente, permitiéndose el envío de navíos sueltos y con derrota libre. Al fin, en 1790 se abolió la Casa de Contratación que, a comienzos de siglo, se había trasladado de Sevilla a Cádiz.

El “comercio libre” en América

El cambio del sistema monopolístico a otro más flexible pasó por diversas etapas. La primera fueron las compañías privilegiadas, circunscritas a una zona determinada para explotar productos coloniales (cacao, azúcar, algodón, tabaco). El siguiente paso hacia la libertad de comercio se dio en 1765, al subir al poder el equipo reformista de Aranda; nueve puertos peninsulares – entre ellos Barcelona y Cádiz, los de mayor importancia – fueron autorizados a comerciar en el Caribe; se crearon puertos nuevos – Palma de Mallorca y Santa Cruz de Tenerife – y se aumentaron las zonas americanas abiertas al tráfico. Por fin el reglamento de “comercio libre” de 1778 simplificó las formalidades y amplió a trece el número de puertos españoles que podían comerciar con veintidós de las indias españolas. Estas medidas supusieron el triunfo de la periferia peninsular sobre el centralismo monopolista con base en Cádiz, pero sobre todo el triunfo de la economía americana sobre la española, reactivada aquella por los comerciantes vascos y catalanes establecidos en América. El intento, excesivamente tardío, de constituir un auténtico imperio mercantilista con los territorios americanos se frustró por la falta de potencia naval y de productos baratos que exportar. El proceso revolucionario que estaba a punto de producirse en el área atlántica disociaría definitivamente los territorios españoles de ambos lados del océano.

En la esfera religiosa, la tendencia reformista dentro de la ortodoxia católica vio también en la Corona su aliada indispensable para combatir el laxismo moral y las supersticiones. El Concordato de 1753 concedía, de hecho, el patronato universal al monarca; Carlos II, de una acendrada piedad personal, se consideró siempre el protector de la Iglesia en sus reinos, y como tal trató de elevar el nivel cultural de los seminarios y colocó la Inquisición en manos de personas más ilustradas.

 

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